Nos vamos de tristes vacaciones
Hoy acaban las clases y este año me queda una triste sensación. Los recortes de nuestra ínclita Mari Loli y la equivocada reforma que se ha realizado del sistema educativo no me va a permitir, seguramente, quedarme más tiempo en el Atenea. Dejo en este centro un pedazito de mi corazón. El IES Atenea no es un claustro cualquiera, es una gran familia que hace posible que el trabajo se realice bien y que los objetivos se hayan alcanzado de manera sobresaliente. Enhorabuena.
Dejo a compañeros y compañeras que han sido amigos, de los buenos. A ellos, a mi gente del Atenea les dejo el siguiente artículo.
FELIZ VERANO COMPAÑEROS
Texto de una compañera de lengua del IES Beatriz Galindo de Motril (Granada) http://lalatinasevistedeverde.blogspot.com.es/
Corría el año 1987. Lo recuerdo especialmente porque descubrí lo que
significaba esa cifra para mí, entonces eterna, que la maestra ponía
cada día en la pizarra. Era una convención que no me habían explicado, y
yo no la entendía.
La clase era de Ciencias Sociales. El libro azul decorado con
círculos concéntricos decía que España era un “país en vías de
desarrollo”. Me intrigaba esa definición. Y citaba a continuación países
entonces considerados subdesarrollados: Perú, China, La India (aún con
el artículo…) Y otros, que soñábamos ser algún día: Estados Unidos,
especialmente. Por aquel entonces yo no quería ser nada. Era vagamente
consciente de que de mí dependía el grado de mi éxito profesional
posterior. De mi ahínco, de mi trabajo. Por aquel entonces, esta idea
era razonable. Así que, herencia directa de mi padre, siempre puse un
empeño máximo, casi doloroso, en todo lo que hacía: quise ser
astro-físico, quise ser atleta, quise ser violinista… luego quise
conocer el mundo entero a través de los libros. Abocada por carambolas
varias, acabé en 2006 como profesora de Lengua Castellana y Literatura.
Supuso una oposición que me requirió en torno a doce horas de estudio
diario (no es una exageración) durante un año. Me preparé sin miedo ni
esperanza. Soy licenciada en Filología Hispánica. Con mi título, las
opciones eran pocas (sin queja, porque las había), y fue la época en la
que en un anuncio un carnicero envolvía un cuarto de kilo de chóped en
un título como el mío. Aprobé. Probé y vencí: sentí lo que un golfista
amateur debe de experimentar al dar un golpe ciego y meter la bola
limpiamente en el hoyo más difícil: sentí el lujo de encargarme (en
parte solo, humildemente) de la formación de nuestros jóvenes, y el lujo
de que eso me hiciera feliz.
He conocido a toda clase de profesionales. Del 99% (como en todas las
profesiones) puedo hablar bien. Su entrega y sus ganas son
incuestionables. Y su tendencia al voluntarismo, y a “tirar hacia
adelante”, a pesar de todo. Pero ya entonces muchos problemas nos
minaban. En 2006 nuestro problema era convencer a los chavales de que no
se fueran a la obra sin acabar al menos la ESO. Convencer a la sociedad
de que formarse no era inútil. Mi Iván R. vino con su Hyunday Coupé a
buscarme, a la puerta del instituto. Amarillo, “Tó guapo, maestra. Pa
que veas que sin la ESO puedo ganar más que tú”. Me hablaba con cariño.
Condescendientemente, como el que se siente culpable (por todas esos
quebraderos de cabeza que me había dado como tutora) y superior (con
unos 2000 euros en el bolsillo mensualmente, seguro que más). Más
problemas: para hacer real (estadísticamente real) el adagio de
“Andalucía avanza”, ciertas instancias nos instaban a engordar las
medias, a devaluar las exigencias. Más problemas: la denostación
sistemática de nuestra profesión ante la sociedad, el tener que explicar
en qué consiste trabajar en la enseñanza, más allá de las cacareadas
vacaciones y las supuestas tardes libres. Y los eternos desplazamientos
de centro, los eternos alquileres, las eternas maletas, los eternos
viajes en coche para visitar a la familia, eternamente lejos. Ahí
andábamos.
En 2010 me volví a encontrar con Iván. Dos niñas, un chalé, su
Hyunday “todo molón” y en paro. La crisis lo devolvía a las aulas. Me
saludó efusivo y cariñoso. Me explicó que estaba cobrando una cuantía
por el paro ridícula (cotizó poco, la mayor parte del beneficio le llegó
en negro). Su mirada seguía siendo resuelta. Estaba intentando sacarse
la ESO en “Adultos”. Tenía fe en que el hambre pasaría por la puerta,
pero no entraría. Hoy sé que es uno más de los embargados cuyas casas
subastan los bancos.
En mi última clase expliqué los conceptos de Humanismo y de
Renacimiento. Tuve también que explicar lo que significa la palabra
“curiosidad” a unos niños, los más lindos del mundo (porque los quiero
muy sinceramente), que han crecido ahítos de lo que deseaban y de lo que
no deseaban. Despreocupados. Siempre había alguien detrás que hacía las
cosas por ellos. Pedirles un trabajo consistía en sus cabezas en
introducir su título como parámetro en Google. Hacer los ejercicios
consistía en copiar el enunciado y esperar a que alguien los resolviera.
Sin esfuerzo y sin lucha, hoy no saben casi nada. Ni saben que no
saben. Ni quieren saber que no saben. ¿Qué son ellos? Son los elegidos
de un mundo que cambia total y absolutamente las bases de su
funcionamiento, y que necesita una nutrida cantidad de gente como ellos:
personas acríticas, incultas, indefensas: trabajadores sin
cualificación. Carne de cañón.
“¿Qué es curiosidad?”, les pregunté. Y a su silencio les respondí:
“hambre de saber”. Reconocieron no haberla sentido nunca. Los miré.
Sentí un escalofrío. Sentí miedo por ellos, por lo que les espera.
Desde mis cortas entendederas de niña de seis años (en aquel lejano
año 87), estar en “vías de desarrollo” significaba estar en el camino de
un progreso que nos debía hacer mejores. Y por él hemos caminado. Pero
de puntillas, sin aprender, escamoteando tramos para llegar vilmente a
la meta. Nuestro desarrollo ha existido, pero en el más sucio de sus
sentidos. Hemos sido una marioneta perfectamente manejable para una
sociedad de consumo. Hemos creado niños-producto que se han creído
niños-consumidores. Y ahora, crisis mediante, los hemos desnudado y les
hemos dado su etiqueta más aséptica: niños-inútiles. Este es el
resultado de la sistemática devaluación (putrefacción) del sistema
educativo, que no se reduce a las decisiones de las últimas semanas. Ha
sido un proceso maquinado, puesto en práctica con lentitud pero con
tesón. Sin embargo, parece estar cerca el momento de la solución final.
Una compañera de Granada nos envía este documento:
¿Por qué defender la educación pública (de calidad) en tiempos de
crisis? Este es el sendero de los caminos que se bifurcan. Escojamos qué
deseamos: bien una sociedad formada por ciudadanos con criterio,
competitivos, resueltos, capaces de ejercer todo tipo de profesiones, o
bien una sociedad de ciudadanos (¿?) acríticos, sin preparación,
destinados a la aceptación de un rol menor en una Europa que parece
preparar en sus países periféricos inmensos criaderos de esclavos.
Tal y como se ve el horizonte con este último estoque a la educación
pública de calidad, España está condenada a ser eternamente un país “en
vías de subdesarrollo”.
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